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ENCUADRE PSICOANALÍTICO:
ENTRE EL CATECISMO
Y EL
VALE TODO
,
ALGO DIFERENTE ES POSIBLE
Elina Carril Berro
Licenciada en Psicología, UDELAR
Miembro Habilitante de AUDEPP
Profesora Titular del IUPA
Correo electrónico: elicarril@gmail.com
ORCID: 0000-0002-4123-0844
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Resumen
El encuadre, como conjunto de reglas establecidas para que el proceso psicoanalítico
pueda tener lugar, ya viene siendo debatido hace tiempo. Para quienes se adhieren a la
idea de que nada ha cambiado ni en lxs pacientes ni en la sociedad, todo debe quedar
como fue dicho, so riesgo de no ser considerado psicoanalítico. Para aquellxs que siguen
una tradición de cuestionamiento, revisión y reelaboración de las teorías psicoanalíticas,
los cambios en el encuadre han sido ineludibles, teniendo en cuenta las problemáticas de
las personas actuales, sus modos de sufrimiento y la visibilidad de fenómenos como las
violencias en sus variadas formas.
Desde la perspectiva teórica del psicoanálisis y su articulación con los estudios de
género, en este trabajo describo mi motivación para apartarme de algunos postulados
teóricos psicoanalíticos, saturados de concepciones sexistas, heteronormativas y ciegas
ante la evidencia del efecto que las desiguales relaciones de poder entre los géneros han
construido, lo que ha afectado a las subjetividades sexuadas. Por ese motivo, me propongo
revisar y cuestionar los encuadres tradicionales, de manera de poder comprender y sos-
tener situaciones clínicas que, en algunos casos por su gravedad o riesgo, desbordan los
límites de los tratamientos convencionales.
Palabras clave: encuadre, clínica, género, violencia.
The psychoanalytical frame: Between catechism and anything
goes—something different is possible
Abstract
The frame, as a set of established rules so that the psychoanalytic process can take
place, has been debated for a long time. For those who adhere to the idea that nothing
has changed either in patients or in society, everything must remain as it was said, at
the risk of not being considered psychoanalytic. For those who follow a tradition of
questioning, reviewing and re-elaborating psychoanalytic theories, the changes in the
frame have been unavoidable, taking into account the problems of today’s people, their
ways of suffering and the visibility of phenomena such as violence in its many forms.
From the theoretical perspective of psychoanalysis and its articulation with gender
studies, I describe my motivation to depart from some psychoanalytic theoretical
postulates, saturated with sexist, heteronormative conceptions and blind to the evidence
of the effect that unequal power relations between genders have constructed, which
has affected sexual subjectivities. For this reason, I propose to review and question
traditional frames, in order to understand and sustain clinical situations that in some
cases exceed the limits of conventional treatments due to their severity or risk.
Keywords: frame, practice, gender, violence.
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INTRODUCCIÓN
[…] las disposiciones que integran el encuadre tienden a perder el significa-
do de valiosos instrumentos técnicos que posibilitan el proceso analítico y
empiezan a adquirir una cualidad ritual administrativa de dicho proceso. El
encuadre amenaza convertirse en baluarte defensivo donde zozobran la crea-
tividad del analista y la singularidad del paciente.
Fernando Ulloa (1971, p. 112)
1
Si en un principio era el Verbo, nuestro principio como psicoanalíticxs
siempre es Freud. Fue él, como fundador de la nueva ciencia-arte, quien
estableció algunas condiciones básicas para que el tratamiento psicoana-
lítico pudiera desarrollarse. Freud no lo llamó encuadre, pero sí estableció
sus reglas con la siguiente salvedad:
[…] he decantado las reglas técnicas que propongo aquí de mi expe-
riencia de años, tras desistir, por propio escarmiento, de otros caminos.
Pero estoy obligado a decir expresamente que esta técnica ha resultado
la única adecuada para mi individualidad; no me atrevo a poner en
entredicho que una personalidad médica de muy diversa constitución
pueda ser esforzada a preferir otra actitud frente a los enfermos y a las
tareas por solucionar. (Freud, 1991a, p. 107)
1 Tengo que agradecerle a Vainer porque la lectura de su artículo (2009) hizo que me reencon-
trara con lo escrito por Ulloa en Cuestionamos (1971).
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Y sigue:
La extraordinaria diversidad de las constelaciones psíquicas intervi-
nientes, la plasticidad de todos los procesos anímicos y la riqueza de
los factores determinantes se oponen, por cierto, a una mecanización
de la técnica y hacen posible que un proceder de ordinario legítimo no
produzca efecto algunas veces, mientras que otro habitualmente consi-
derado erróneo llegue en algún caso, a la meta. (Freud, 1991b, p. 125)
Hasta aquí la recurrencia a Freud. El encuadre, el setting, en palabras
de Winnicott (1989), el concepto del encuadre como institución propues-
to por Bleger (1978) y tantas teorizaciones acerca de lo que es el en-
cuadre, es un tema que sobrepasa los límites de este artículo, pero que
fundamentalmente está fuera de mi interés y propósito.
Me sitúo en la línea de quienes han revisado y cuestionado algunos
de los parámetros que definen el encuadre como un conjunto de prescrip-
ciones fijas e inamovibles —garantía de un psicoanálisis puro y no como
algo del mero cobre— o de quienes no consideran la neutralidad como
un ideal que debemos perseguir. Cuando observamos lo que en realidad
hacemos y lo que verdaderamente funciona, nos percatamos de que el
concepto de neutralidad no describe fielmente la actitud de un clínico efi-
caz (Renik, 2002).
Como psicoterapeuta que ha incorporado la perspectiva de los es-
tudios de género a su práctica, se me ha hecho indispensable el apar-
tamiento de algunos postulados teóricos psicoanalíticos, saturados de
concepciones sexistas, heteronormativas y ciegas ante la evidencia del
efecto que las desiguales relaciones de poder entre los géneros han cons-
truido, lo que ha afectado a las subjetividades sexuadas. Se me ha hecho
necesario —y a veces imperativo— revisar y cuestionar los encuadres
tradicionales para poder comprender y sostener situaciones clínicas que,
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por su gravedad o riesgo, desbordan los límites de los tratamientos con-
vencionales. Voy a ilustrar esto con dos ejemplos clínicos, distintos en sus
motivos de consulta y en sus modos de existencia.
Mi intención es que este artículo permita —aun en las ausencias—
dialogar entre colegas. Por ese motivo, algo de un estilo oral se ha podido
colar en su escritura.
LA ACTUALIDAD
Freud modelizó el prototipo, lxs psicoanalistas posteriores pusieron
en marcha la fábrica del modelo, que en muchos casos corrió el riesgo
de la serialización. El encuadre se concibe, entonces, como el conjunto
de disposiciones que pautan el encuentro entre dos personas: terapeuta
y paciente.
2
Zac (1971) diferencia dentro de los elementos del encuadre dos tipos
de factores: absolutos y relativos. Los absolutos son aquellos que depen-
den y se desprenden de los principios teóricos básicos del psicoanálisis,
y los relativos son los que están relacionados con la persona del analista,
la persona del paciente y la relación entre ambas. Los determinantes ab-
solutos serán: la atención flotante, la asociación libre, la neutralidad y la
abstinencia; es decir, los parámetros que definen el método. Los relativos
serán: la frecuencia, los honorarios, la duración de las sesiones, las inte-
rrupciones, el uso del diván o no.
El concepto acerca del encuadre y su manejo está determinado no
solamente por una elección teórica en particular, sino por la transferencia
que lxs terapeutas establecen con la teoría, con la pertenencia institucional
2 En principio, el clásico encuentro bipersonal se ha ido ampliando a los grupos, las familias,
las parejas, los binomios padre-hijx o madre-hijx.
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—sus maestrxs, analistas y supervisorxs—, con la realidad externa y con
cada unx de sus pacientes, como sostienen Levy et al. (1999). Coincido
con estas autoras en que los factores absolutos definidos por Zac (1971)
se desprenden de la teoría, pero de la teoría que han incorporado lxs ana-
listas. Y como en la actualidad hay muchos psicoanálisis, no hay una única
lectura de ese objeto; por lo tanto, cada escuela, grupo, cofradía o parro-
quia propone una concepción de la psicopatología y del tratamiento.
Pero ¿cuándo empezó la actualidad?, ¿hace cincuenta, cuarenta años?
¿Qué cambió en nosotrxs, además del paso del tiempo? ¿En qué cam-
biaron lxs pacientes?, ¿son lxs mismxs que hace treinta, cuarenta, cin-
cuenta años? ¿A qué otras problemáticas, además de las buenas neuro-
sis, nos vemos confrontadxs? Lxs consultantes que quieren ser pacientes
¿piden lo mismo que años atrás?, ¿quieren saber de sí mismxs?, ¿de su
inconsciente?
Las preguntas no son nuevas y las respuestas, vengan de la fuente que
vengan —salvo para quienes siguen aferradxs a tres o cuatro fórmulas
inamovibles— tampoco son totalmente novedosas, aunque sí realistas.
Puedo resumirlas: lxs pacientes no son lxs mismxs, no piden lo mismo,
pocas veces quieren saber de sí, pocas veces pueden objetivar a través de
la palabra lo que les pasa o creen que les pasa. Predominan las vivencias
de vacío, los trastornos por déficit, las adicciones, la tendencia al pasaje al
acto («hago, luego existo», que modifica la máxima cartesiana del cogito).
Igualmente, a pesar de algunas de estas características recién señala-
das, algunxs consultantes que quieren ser pacientes vienen con el pedido
pronto: que sea rápido, indoloro e insípido. Pretenden definir la frecuen-
cia: «Yo pensaba venir cada 15 días, me parece que con eso puedo andar
bien», el día exacto y la hora: «Puedo los martes a las 17, porque otro día
se me complica», los honorarios: «Yo pensaba xxx, porque tengo muchos
gastos», la posición: «¿Eso es un diván? Ni se te ocurra»… El anecdota-
rio podría seguir, pero no es necesario. ¿Y el encuadre? La tentación a
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decir que sí a todo —que solo puede ser obra del Maligno— nos llevaría
a unas semitécnicas, prácticas sin sostén teórico, un no pensar en lo que
hacemos (mucho menos hacerlo público), un vale todo ausente de ética y
de compasión.
3
En el otro polo, nos encerramos en las reglas, no indaga-
mos acerca de esas demandas y seguimos a pie juntillas el vademécum,
incluyendo —claro está— la fidelidad a los principios de neutralidad y
abstinencia.
Lxs pacientes actuales —por lo menos lxs míxs— no son pacien-
tes demasiado graves, lo que lxs agrava es que están atravesadxs por
situaciones graves, actuales o históricas. El mundo interno se complejiza
cuando el conflicto se establece entre el objeto de la fantasía y el objeto
real. A un sujeto que ha incorporado en su psiquismo al objeto padre o
madre o a otro personaje significativo de su historia, objetos deformados
por el proceso primario, quizás idealizados, le puede resultar intolera-
ble que ese de quien esperó amor sin reservas fuera su verdugo en la
vida real. Como dice Hornstein (1993), de las tres angustias que señalaba
Freud, la angustia por el castigo del super yo, la angustia por la pérdida
y la angustia real, esta ocupa un lugar fundamental y no por debilidad
del aparato psíquico, que no tiene, por constitución, cómo hacer frente al
peligro externo. La realidad actual es devastadora, fractura el lazo social
indispensable para la constitución y el mantenimiento de la subjetividad
con un mínimo de equilibrio.
4
3 Etimológicamente, la palabra compasión proviene griego συμπάθεια, que puede leerse como
‘sympathia’; pasó al latín como cumpassio, vocablo compuesto, integrado por cum ‘con’ y el
verbo patior ‘padecer’. La compasión es un sentimiento propio de las personas a las que les
importa solidarizarse con el dolor ajeno, comprenderlo y compartirlo.
4
Y si no, pensemos en el covid y los aislamientos y los efectos que genera —aún sin estudiar
en profundidad debido a la cercanía temporal con la pandemia—, en los fenómenos migrato-
rios, en los femicidios, en los crímenes de odio, en los abusos de toda índole, en la diferencia
casi obscena entre las enormes riquezas de unos muy pocos y la lacerante pobreza de tantos
millones. Y podría seguir.
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Durante mucho tiempo se escuchaba y se leía que era altamente in-
conveniente que lxs pacientes supieran de la vida personal de su analista.
Sin embargo, este precepto parecía —y parece— no aplicarse en algunas
instituciones psicoanalíticas donde todxs se conocen. Se elige a X como
analista porque lx leyeron, lx escucharon, frecuentan el mismo balneario,
van a los mismos cines o teatros. Todo eso habla de los gustos, la posi-
ción social, las ideas políticas o las elecciones estéticas o culturales de lxs
terapeutas. En otros circuitos psi, lxs pacientes ven a sus terapeutas con
sus parejas, amigxs… En algunos casos se encuentran en alguna marcha:
8M, 20 de mayo, 25 de noviembre.
5
¿Un elemento del encuadre se quebró y se convirtió en obstáculo?
¿O, como sucede con tantas otras situaciones, las endogamias institucio-
nales se pasan por alto y no se significan como obstáculos? ¿O será que
lxs pacientes que encuentran a su terapeuta en la Marcha del Silencio
descubren una faceta que lxs conforta, tranquiliza? Ya verá cada terapeu-
ta cómo incidió tal encuentro en la transferencia.
Recuerdo ahora (como un cuento de horror) cuando, no hace más
de treinta años, algunxs terapeutas cruzaban la calle para no tener que
saludar a sus pacientes. O salían corriendo de un cine si veían a su pa-
ciente dos filas adelante. Hace menos de diez años un colega afirmaba
que bajo ningún concepto aceptaba mensajes de texto: a él se lo llamaba
por teléfono fijo o nada. Hoy se comunican con nosotrxs primero por
Whatsapp. Yo sigo prefiriendo hablar y no escribir en el primer contacto,
sigo pensando que la voz nos da una cualidad humana que hoy no siento
en el mensaje inicial y breve. No quiero ni imaginar al colega en estos
momentos de telellamadas, zooms, skypes…
5 El 8 de marzo se conmemora el Día Internacional de la Mujer; el 20 de mayo se realiza, des-
de 1996, la Marcha del Silencio, en homenaje a las víctimas detenidas-desaparecidas durante
la última dictadura militar; el 25 de noviembre es la fecha que Naciones Unidas definió como
el Día de la Eliminación de la Violencia hacia la Mujer.
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«Yo me tomo las vacaciones en febrero», decía el analista; «Yo en ene-
ro por la feria judicial», decía el paciente abogado. «Lástima. Me paga
enero porque yo estoy trabajando». Esa sola actitud puede ser interpreta-
da como un abuso de poder, como una muestra de una malinterpretación
de la asimetría. La asimetría entre paciente y terapeuta no implica —no
debería implicar— la puesta en juego de mecanismos de arbitrariedad. Por
suerte, esa arbitrariedad parece estar en vías de extinción. Solo podrían
aceptarla lxs muy creyentes o lxs muy sometidxs, que para el caso…
Puget (apud Flechner, 2018) decía en uno de sus últimos artículos —
aún no traducido al castellano— que, a pesar de los intentos de preservar
el sabor original del psicoanálisis, los desarrollos tecnológicos y culturales
han vuelto imposible la verdadera ortodoxia al reconsiderar el encuadre
movible (en movimiento) en psicoanálisis. Por ejemplo, la habilidad de lxs
pacientes de googlear a lxs analistas ha cambiado para siempre la natural
privacidad del consultorio y de lxs analistas.
El recurso único a la palabra, las restricciones motoras, la confusión
entre abstinencia e indolencia, como decía Ulloa (1971), la neutralidad
entendida como garante absoluto de una objetividad hija del positivismo,
analistas ávidxs de encontrar a Edipo como sea posible sin tomar dema-
siado en cuenta lo que está diciendo su paciente, son —a mi juicio— va-
rios de los factores que han incidido en una cierta huida de las personas
del psicoanálisis.
LA CLÍNICA, LAS MUJERES, LAS VIOLENCIAS,
LOS ABUSOS…
Vayamos a la clínica: se podría decir —en realidad, se ha dicho mu-
cho— que los temas relevantes, los centrales de todo análisis son: la se-
xualidad infantil, el Edipo, la castración, los procesos identificatorios y
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los avatares del narcisismo, que luego se convierten en muchos. Con fre-
cuencia nos solemos enfrentar con estados o momentos límites en que la
interpretación es imposible, ya sea durante un proceso psicoterapéutico
o incluso durante una misma sesión: se corta el hilo, se impone un silen-
cio raro, se relata una vivencia de vacío o se despliega una afectividad
intensa, cuando no la indiferencia y el desgano por continuar con la ta-
rea. Entonces, no apelaremos a intervenciones verbales que produzcan
sentido, sino que ayudaremos a través de palabras de aliento, de nuestro
reconocimiento de su sufrimiento. Y estas intervenciones —que pueden
ser una acción—, contrariamente a la interpretación, no dependen di-
rectamente de la palabra de lxs pacientes, sino de nuestra manera de
reaccionar, de sentir, de dar lugar o rechazar lo que ellxs despliegan. Esto
puede ser la reedición en transferencia de esos «pocos temas relevantes»,
pero también la expresión del anudamiento entre su historia y lo actual,
que va produciendo otros síntomas, que en su develamiento abrirá nue-
vos significados a esa historia y que no siempre es sencillo de detectar,
comprender, sostener. Las violencias, las relaciones de maltrato y some-
timiento, los abusos antiguos o actuales, las secuelas de la homofobia, la
externa y la interna, la que desde los mandatos superyoicos o las repre-
sentaciones penosas del self producen síntomas… Estos temas —como
decía más arriba— se convierten en muchos.
Hace ya bastante tiempo que llegan pacientes que me fueron deri-
vadxs o llegaron solxs porque buscaban «analista con perspectiva de gé-
nero». Hombres y mujeres jóvenes en su mayoría (entre los 25 y los 40,
digamos). Invariablemente, en el primer encuentro, además de asentir ge-
neralmente con la cabeza, pregunto qué motivó esa elección o definición.
Invariablemente también, me han respondido que no podrían hablar de
sí mismxs con alguien que no entendiera de estos temas. ¿Cuáles pueden
ser «estos temas»? Suelo no indagar más en este asunto y ver cuál es la
demanda, qué cree que le pasa.
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Juan
Juan buscaba una terapeuta «que trabajara con perspectiva de gé-
nero». ¿Por? Porque era gay. Suponía entonces que se iba a encontrar
con alguien abiertx, no homofóbicx, respetuosx de sus elecciones sexo-
afectivas. Tenía razón: yo podría ser casi todo eso. Pero también algo más.
Juan venía de una historia familiar compleja: familia de clase media
que se fue empobreciendo, viviendo a los saltos, endeudándose, con un
padre alcohólico y violento y una madre sometida. Tal fue su relato ini-
cial. Sentía un profundo odio hacia su padre, a quien responsabilizaba de
todo lo que sucedía en esa casa. Pero también hacia su madre, que no se
separaba de ese hombre. Su homosexualidad finalmente fue aceptada
por sus padres. Había sufrido bullying cuando niño por ser «afeminado»,
es decir, por no gustarle el fútbol y tener un modo «suave». Tuvo una
relación homoerótica con su primo, un poco mayor, que nunca signifi-
có como un abuso; en todo caso, como un casi amor no correspondido.
Había tenido una pareja, Andrés, de la que se separó por las constantes
peleas y discusiones, que muchas veces se tornaban muy violentas.
Pero el pedido de psicoterapia de Juan no era solamente por el con-
flicto con sus elecciones amorosas o su aparente desconexión afectiva.
Juan tuvo que reconocer, no sin angustia, que su identificación con el
padre violento estaba en la matriz de sus reacciones emocionales; como
él, era arbitrario e intransigente. Y debió admitir que la relación con su
madre tenía todas las trazas de un vínculo también pasional: de enojo y
celos, por momentos idealizada…, edípica. Fueron unos años de trabajo
analítico intenso y muy productivo.
¿Y el encuadre? ¿Qué se mantuvo de los factores relativos? Poco:
honorarios, vacaciones acordadas, interrupciones acordadas. Pero la fre-
cuencia fue semanal, sin diván. ¿Y de los absolutos? También poco: la
apelación a la libre asociación, mi atención parejamente flotante (pero
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nunca en trance). ¿La neutralidad? En ocasiones debí opinar acerca de
cuál podía ser la mejor forma de resolver alguno de sus conflictos, en
otras no; por ejemplo, di mis opiniones acerca de cuáles podían ser los
caminos para vivir con menor conflicto su vida sexual, evitando toda caí-
da en consejos sexológicos, porque sus modos de vivir la sexualidad es-
taban muy ligados a la emergencia de ansiedades muy primarias. Como
dice Bleichmar (2009):
[…] nuestra práctica deviene ética precisamente por la abstinencia de
enjuiciamiento moral, por la acogida benevolente al decir y hacer del
otro, por la puesta en suspenso de toda disputa respecto a las formas de
resolución de la vida práctica. (pp. 48-49)
¿Y el género? ¿Qué lleva a una persona a elegir como terapeuta a
alguien que tenga esta perspectiva?, ¿encontrarse con alguien que sienta
como par?, ¿dejar veladas o dadas por entendidas algunas cuestiones
porque ambxs sabemos de lo estamos hablando? Muchos aspectos de la
conflictiva de Juan podían haber sido resueltos con unx psicoterapeuta,
respetuosx de su gaycidad, pero digamos que clásicx. Porque Juan traía
varios de los «temas relevantes». Y también de los otros: una búsqueda
compulsiva de encuentros con partenaires sexuales, tras los cuales quería
que se esfumaran, literalmente, o bien él casi que salir corriendo; ansie-
dades muy primarias que se calmaban con el acto sexual; la negación a
ser penetrado, porque él era el penetrador, «el macho», el que tenía el
dominio del otro, el control y el poder. Fuimos entendiendo que el dejarse
penetrar estaba asociado a ser como una mujer, representación de sí que
tenía reprimida por intolerable. Juan gay, activista de derechos humanos
y homofóbico: intolerable.
La perspectiva de género nos ayudó a entender a Juan y a mí, que,
como todxs en esta sociedad, hemos sido manufacturadxs en la fábrica
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del patriarcado y no nos salvamos de albergar en nuestra psique y en
nuestra subjetividad representaciones del mejor cuño reaccionario, ho-
mofóbico, que conviven inconsciente o preconcientemente con otras re-
presentaciones, alternativas y abiertas a otros modos de amar y gozar.
Lilian
«Me dio su nombre X, llamo porque hice abandono del hogar», fue lo
primero que me dijo Lilian luego de los saludos de uso. Sin pensarlo, le
contesté: «Usted se fue de su casa…». Segundos de silencio. Me solicitó
una entrevista.
Lilian se había ido de su casa cansada del «carácter especial» de su
marido, con quien tenía tres hijos de entre 15 y 23 años. Lo había seguido
al exilio (su último hijo lo había tenido en el país de acogida). Cuando él lo
dispuso y enseguida de terminada la dictadura, se volvieron. Para Lilian
fue todo un recomenzar: casa, barrio, trabajo. Pero siempre los hijos y el
carácter «especial» de Carlos.
Lilian me relató que Carlos la esperaba cerca de donde estaba vivien-
do, hablaban, prometía cambiar, juraba su amor, le hablaba de la familia
que habían construido… Y la convenció. Volvió a su casa y poco tiempo
después la historia de siempre empezó de nuevo. Ella decía quererlo, pero
¿qué quería de ese hombre?, ¿qué trama la ligaba a Carlos, tan domi-
nante, tan violento, siempre desacreditándola, tratándola como si fuera
tonta? Tan parecido a… su madre.
Su padre —muerto tempranamente, al inicio de la primera juventud
de Lilian— había sido el sostén, el modelo, la figura idealizada de un va-
rón habilitador. No así, decía Lilian, su madre, empeñada desde siempre
en disminuirla, en una franca y constante desconformidad con su perso-
na. ¿Rivalidad edípica? Sí, de ambas. Tanto, que Lilian se fue de su país de
origen y se vino a Uruguay. La persecución política de la que era objeto
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en ese momento le sirvió para escapar de esa tutela dominante. Y cayó
en otra… Nada nunca es al azar.
Luego de un año de comenzada su terapia, Lilian decide separarse de
Carlos. Busca casa en secreto y le informa a Carlos la decisión. Lilian ya
no hace «abandono de hogar»: va a dejar la casa, que es bien ganancial,
casi todos los muebles, el auto.
Son las seis y cuarto de la tarde. Lilian llegó —como siempre— pun-
tual a su sesión de los martes. De pronto, el timbre que empieza a sonar
insistentemente. No atiendo. El timbre sigue sonando, cada vez con más
fuerza y literalmente irrumpe e interrumpe la sesión. Lilian me dice: «¿No
será Carlos?». Se levanta, va hacia la ventana y ve que el coche está esta-
cionado enfrente. Queda paralizada de miedo. Yo también tengo miedo,
por ella y por mí. Quince días después, Lilian llega a otra sesión. Tiene el
labio partido y hematomas en la cara y el cuerpo. Secuelas de la ida de
su casa: no solamente le arrojó todas sus cosas por la escalera, también
la arrojó a ella.
Pero ¿qué efectos tiene la violencia cuando irrumpe a través del
relato de historias de abuso y maltrato? ¿Qué hacer cuando nos toman
por sorpresa, irrumpiendo, subvirtiendo el encuadre?, ¿seguir impasi-
bles ante una amenaza exterior que puede poner en riesgo la integridad
física de nuestra paciente, intentando que la sesión continúe al ritmo
que va dictando su despliegue discursivo sobre sus sufrimientos o go-
ces? ¿Cómo tramitar el miedo, el ajeno y el propio?, ¿cómo proteger y
protegernos?
La violencia contra la mujer era, hasta hace unos años, un fenómeno
naturalizado y, por ende, invisibilizado también para las propias mujeres,
que toleraban el maltrato como consecuencia inevitable de su condición
subordinada, sostenida subjetivamente por un ideal del yo que ha pres-
cripto para nuestra cultura una dimensión sacrificial personal en aras del
bien y el cuidado de lxs otrxs. El psicoanálisis, como toda producción
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teórica y toda práctica surgida en este social histórico, no quedó al mar-
gen de esta invisibilización, cuya teorización paradigmática fue la pro-
puesta freudiana del masoquismo femenino. La pérdida de legitimidad
del uso de la violencia en sus distintas expresiones para sostener un do-
minio nos enfrenta hoy a lxs psicoanalistas a un doble reto: por un lado,
repensar las categorías y las técnicas psicoanalíticas habituales que nos
resultan insuficientes para entender e intervenir en estas situaciones; por
otro, extremar el análisis de nuestra propia implicación.
Ha pasado ya bastante tiempo entre lo sucedido en la sesión de Lilian,
comentada más arriba, y el momento en que escribo estas líneas. Sé lo
que hice en ese momento: en un proceso de doble vía, la tranquilicé y me
tranquilicé a mí misma, tratando de mantener la calma necesaria para
poder pensar; le ofrecí quedarse hasta que Carlos se fuera —por pura ca-
sualidad, Lilian era en ese momento mi última paciente del día (¿y si no lo
hubiera sido?)— y luego nos pusimos a elaborar juntas alguna estrategia
para salir del consultorio y asegurarle la vuelta a su casa sin peligro.
Hasta ahí el hacer. ¿Qué pude pensar? Frente al desconcierto, el ries-
go y el miedo, surgió en Lilian la inseguridad en sus propios recursos yoi-
cos —«¿Qué hago?, ¿cómo salgo de acá? ¿Y si me sigue hasta casa?»—,
provenientes de una representación de sí misma en la que se vivía como
impotente, débil frente al poder de su marido.
La sesión, interrumpida en la estabilidad y confiabilidad que el en-
cuadre favorece, se convirtió en… otra: quedó temporalmente suspen-
dida la búsqueda de sentidos, el recurso único de la palabra, la renuncia
a controlar y dirigir mis propios procesos intelectuales tolerando la in-
certidumbre (atención flotante). La sesión se convirtió en un contexto
intersubjetivo en que me constituí en un soporte real de su integridad, el
objeto reasegurador frente al sentimiento de desvalimiento, la garantía de
no estar sola frente a la amenaza. Para revertir ese sentimiento de impo-
tencia e inermidad —conocido por ella—, procuré crear un espacio en el
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que dos mentes trabajaran para pensar en acciones aseguradoras concre-
tas. Y recalco el plural porque, frente a pacientes que viven o han vivido
situaciones de maltrato prolongadas en el tiempo, hay que evitar la ten-
tación —determinada por nuestra propia omnipotencia— de constituirse
en quien «sabe cómo hacer» y proponer, en cambio, intervenciones que
favorezcan la asertividad y la autonomía. Luego, en la sesión siguiente,
fuimos dos personas juntas, paciente y terapeuta, intentando encontrar
una comprensión que permitiera la reorganización de la experiencia vivi-
da por ambas y que podía volver a repetirse (Carril, 2004).
Lilian no me consultó porque yo fuera una analista con perspecti-
va de género. Pero mi posicionamiento clínico e ideológico me permitió
comprender que para Lilian, además de sus otros anudamientos incons-
cientes, había algo del orden del mandato superyoico: resistir, aguantar,
la familia ante todo; lo deseable y esperable para una mujer más allá del
sufrimiento. Y no por masoquista…
CONCLUSIONES
Sigo pensando que ciertas constantes en el encuadre son necesarias.
Mantener un día o días, siempre los mismos (con las salvedades de los
imprevistos), y los mismos horarios, ordena, regula. Opera en el sentido
de los ritmos regulares de los cuidados a lxs bebés, que han permitido, en
el mejor de los casos, ir constituyendo los espacios psíquicos, las tópicas:
afuera-adentro, tu-yo…
Las modificaciones en el encuadre ¿permiten el cambio psíquico?,
¿permiten nuevas simbolizaciones, nuevos nexos metabolizantes? ¿O
estos cambios solo pueden apuntar a modificaciones estéticas, como un
maquillaje psi? Sí, lo permiten: cuando sabemos lo que hacemos y por
qué lo hacemos, cuando podemos reflexionar y no actuar al tiro, cuando
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vale todo
, algo diferente es posible
lxs pacientes tienen esa porosidad, esa plasticidad que nos permite a
ambxs pasar de un registro a otro, de la interpretación a la acción. No
es fácil.
Pienso ahora en Lilian; lo que se interrumpió fue una sesión, pero no
el proceso terapéutico, aunque algunas de sus reglas canónicas se hu-
bieran cambiado. Por ejemplo, le ofrecí algo más que la interpretación,
accedí a ser para ella algo más que un objeto-soporte de la transferencia:
fui en acto una persona real que la estaba asistiendo, le comenté sobre
la peligrosidad de la situación, le sugerí algunas medidas concretas para
su resguardo. ¿Sugestión?, ¿transgresión de la neutralidad y de la absti-
nencia? Podría ser una lectura. Aunque a esta altura, creo que tanto la
neutralidad como la abstinencia, si se toman en su literalidad y se dejan
congeladas, funcionan más como mitos psicoanalíticos (Hernández de
Tubert, 1999) que como conceptos base que nos permiten analizar y no
presumir certezas, escuchar lo singular y no imponer nuestros puntos de
vista.
Pero como no se trata solo de llorar por el paraíso perdido, sino de
producir, de empujar hacia adelante al psicoanálisis —de sacarlo del clo-
set, como dice Clavero (2020)—, pienso que mostrar brevemente lo que
viví con Lilian y Juan es una forma de desacralizarlo y al mismo tiempo
apostar a él con esperanza.
§
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