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UN DÍA EN LA VIDA DE UNA
PSICOANALISTA DE NIÑOS
Y ADOLESCENTES.
BUENOS AIRES, 1994
Ada Rosmaryn Tagle
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Acerca del texto y su autora
Ada Rosmaryn, licenciada en Psicología y psicoanalista, fue so-
cia plenaria, docente titular desde 1980 y asesora del Curso Superior en
Psicoanálisis con Niños y Adolescentes, de la Asociación Escuela Argentina
de Psicoterapia para Graduados (aeapg).
En una jornada de intercambio clínico en audepp en 1999, la vimos
trabajar con el compromiso y entusiasmo que la caracterizó, generosa en la
trasmisión de saberes, con una escucha respetuosa, en permanente diálogo
consigo misma y con colegas, como muestra el trabajo seleccionado.
En el ciclo científico Miércoles en la Escuela, de la aeapg, en junio de
2017, a raíz de su reciente fallecimiento se le hizo un sentido homenaje,
al que hoy adherimos con la publicación de «Un día en la vida de una
psicoanalista de niños y adolescentes», representativo de su pensamien-
to en un contexto sociopolítico muy significativo. Este texto fue original-
mente publicado en el volumen 1 del tomo v de la Revista de Psicoterapia
Psicoanalítica de audepp, en 1997.
En dicho artículo, a partir de un diario imaginario, la autora reflexiona
sobre los avatares de una clínica que ha ido cambiando, sobre las trans-
formaciones del lugar del analista, ligadas a una realidad socioeconómica
y política que afectó notoriamente los vínculos, de lo que no se excluye
al binomio analista-paciente. Aborda el malestar que ocasiona lo que la
autora cataloga como traumatismos de origen social por dificultades en su
historización, que se transmiten a través de las generaciones. No obstan-
te, subraya la búsqueda pertinaz de la humanización de los vínculos y le
otorga al ejercicio del psicoanálisis un privilegio «porque convoca la doble
presencia del encuentro».
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Se levanta muy temprano. Hoy tiene sesión ese paciente judío de
origen árabe, que está deprimido. Y él necesita tener la sesión antes de
ir «al negocio», porque, si no, su angustia «por no cumplir» le impediría
pensar en cualquier otra cosa. Se siente cansada, durmió poco. Anoche
se quedó leyendo hasta tarde, tratando de encontrar apoyaturas teóricas
o acuerdos clínicos a las ideas que le van apareciendo con respecto a lo
que quiere decir en el panel de apertura de la jornada de este año.
¿Por qué tanta exigencia? Esta es una angustia conocida. Tiene algo
en común y algo diferente con la angustia de su paciente turco. Si él no
trabaja y gana mucho dinero, desobedece los mandatos parentales. Tiene
sobre sí el peso de la hambruna que obligó a su abuelo al exilio. Y lue-
go la descalificación por ser analfabeto. Aquello sigue presente como si
cada día tuviera que ser vencido de nuevo. Y ahora la crisis económica,
el acomodarse a un nivel más bajo de vida. Lo que para otros puede ser
difícil, pero tolerable, para él es una catástrofe narcisista. ¿Cómo puede
mantener el sentimiento de ser querido y valorado? Además, todo sería
más fácil si pudiera separarse comercialmente de su padre, sus hermanas
y sus hijos (ya mayores de edad). La responsabilidad sería menor. Pero
«todos tienen que estar juntos y cada uno es responsable por los otros
más débiles». Dejarlos sería desprotegerlos. Un abandono imperdonable.
En algunos momentos, piensa que sería mejor que sus hijos se indepen-
dizaran, que hicieran su propia experiencia. ¿Pero acaso él pudo hacer la
suya? No, tuvo que recurrir al padre que, como él dice, «nunca dejó de ser
el que corta el bacalao».
Su hijo mayor lo descalifica y humilla en público. Le dice que analizar-
se es de «maricas», que, si está deprimido, gane plata y se va a curar. La
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analista sabe, por relatos de su paciente, que este hijo sufrió, por ser va-
rón y ser el mayor, la sobreinvestidura, primero, y el abandono, después,
de una madre demasiado ocupada en atender a los varios hijos que nacie-
ron en pocos años (de esto dependía su valoración como mujer) y de un
padre demasiado ocupado en «hacer fortuna» y dispuesto a cobrarle a su
hijo por las vejaciones que sufrió él mismo como hijo.
De estas pérdidas traumáticas, abandonos y humillaciones, surge una
violencia reivindicatoria que parece llevar a este adolescente a la auto-
destrucción: frecuenta a los integrantes de una barra brava y tuvo dos
accidentes casi fatales por «querer hacer punta con el auto y que nadie lo
pasara». (¡Cuando tantos lo pasan!)
Además, hace un tiempo, la mujer del paciente empezó a hacer cur-
sos de psicología y comunicación. «Me cambiaron la mujer», dice él.
Ahora ella contesta y se defiende. No quiere ser una esclava de la casa.
Él la apoya frente a los hijos, que le exigen volver a ser lo que era. Ella no
desatiende a nadie. Igual hace todo y corre detrás de todo el mundo. Pero
es demasiado. Últimamente, también ella se siente triste y llora a veces
sin saber por qué. Su madre murió joven, después de vivir obedeciendo.
Este último año el paciente de nuestra analista engordó casi veinte
kilos y está hipertenso. ¿Ese es el precio que hay que pagar por tanta exi-
gencia? ¿Será porque están queriendo cambiar la historia y en ese querer
y no poder, pero seguir queriendo, se les puede ir la vida?
Hablando de la relación con su padre, el paciente pregunta a la ana-
lista con una ingenuidad que la conmueve: «¿Se puede tener rabia a al-
guien que uno quiere?». Tal vez querría preguntar: «¿Puedo quererlo a mi
padre, aunque le desobedezca?». Y «¿Cuál es el destino de los que pier-
den la tutela paterna?», «¿Esa es la soledad?», «¿Se puede sobrevivir?».
La analista piensa en su paciente. Le recuerda aquello de Piera
Aulagnier respecto de la evolución psíquica: salir de ser el objeto del
deseo de los padres, para llegar, al final del recorrido, a anhelar que su
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propio hijo se convierta en padre. ¿Puede su paciente permitir que su
hijo llegue a ser padre? ¿Y la miseria? ¿Y el estar todos unidos? Tal vez,
convenga incluir en el tratamiento algunas sesiones vinculares con el hijo
mayor. Lo pensará…
La historia de la analista es distinta. Y en algo parecida. La vida de
su padre tuvo que ver con el Holocausto. La única sobreviviente de su
familia paterna fue una tía, la mayor, que para estudiar en la universidad
había emigrado de Polonia después de la primera guerra. Esto la salvó
de la masacre.
Su padre había sido elegido para venir a América, en los inicios de su
adolescencia, y traer a Argentina al resto de la familia (a la misma edad
en que ella emigró de la provincia a la capital para estudiar. Y aquella so-
ledad…, quién sabe…). Pero la guerra se desencadenó demasiado rápido
para él, que solo había alcanzado a comprar un pasaje para alguno de sus
hermanos. Todavía tiene vívida la escena de su padre corriendo por las
calles del pequeño pueblo del interior, junto a otros vecinos que, como él,
seguramente habían dejado seres a quienes debían salvar, mientras sona-
ban al unísono las sirenas de los dos diarios locales. ¡Había terminado la
guerra! ¿Adónde corrían? ¿Creerían que iban a poder leer en las pizarras
de los diarios los nombres de los sobrevivientes? Esa ilusión cayó. Ni ese
día ni nunca los encontraría.
Ella, la analista, pasó largos años de su vida acostada en el diván de
un terapeuta que interpretaba su angustia como «la expresión de sus pul-
siones hostiles reprimidas», la «envidia proyectada», el «temor al retorno
de su odio». (¡Melanie Klein usada y abusada!) Y en esa época en que
todo se interpretaba en la transferencia con el analista-objeto-de-la-pul-
sión o rival-odiado, una vez escuchó en un pasillo una voz que, temerosa,
se animaba a preguntar: «¿Y de mis padres con quién hablo?». Y una pre-
gunta suya que solo pudo encontrar palabras mucho tiempo después: «¿Y
del amor a mis padres? ¿Y del no saber qué hacer con su sufrimiento?».
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Hace algunos años, cayó en sus manos un trabajo psicoanalítico de
una colega norteamericana acerca de los efectos del Holocausto en los
hijos de los sobrevivientes. Y ahí se dio cuenta. Porque un buen trabajo
psicoanalítico también cura (o un pensamiento profundo acerca de lo
humano, dicho por quien sea y en la circunstancia que fuere). Ahí com-
prendió gran parte de su angustia, de por qué, mientras crecía, sentía la
ansiedad de sus padres por que estudiara; por qué ellos esperaban que su
vida fuera particularmente valiosa. Recordó las palabras de la madre de
una paciente adolescente: «¿Para qué murieron tus tíos en Auschwitz?».
La culpa, la necesidad de dar, con el desarrollo de la propia vida, sentido
a aquellas muertes; el impacto de lo traumático de la historia y su parte
en la constitución del super y el ideal.
«Esto de la transmisión transgeneracional de lo traumático, el telesco-
paje identificatorio…», pensó. A los analistas la historia les cayó de pronto
como un meteorito que atraviesa el techo de una casa y aparece en medio
de una plácida reunión de familia.
¡Cuánto tiempo se desestimaron las historias, a pesar de Freud, «el
historiador»!
Ella sabe que cuando su contratransferencia con los padres de un pa-
ciente es de rechazo (por su petulancia, su agresión, su narcisismo o leja-
nía), tiene que buscar en sus historias, en sus puntos de dolor, en aquello
que padecieron y por lo que quedaron maltrechos, escondido tras esa
fachada defensiva e irritante. (Ya no más los padres fuera del tratamiento
ni los padres como educandos.) Solo cuando logra ofrecerse como objeto
auxiliar, creíble sostenedor del yo lastimado de los padres, puede acceder
a ejercer aquel «influjo psicológico» que Freud creía indispensable en el
análisis de un niño.
Mientras desayuna y lee el diario por arriba, se hace la media maña-
na. Recibe a un colega, que viene a supervisar la sesión de un niño de diez
años, encoprético, hijo de un padre inasible, que contesta las preguntas
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del hijo con preguntas, separado de la madre del niño, consagrada a este
único hijo, asexuada y aséptica.
Analizan una sesión en la que el niño hace decir a un personaje del
juego, posiblemente representante de la madre: «Tener un esclavo es más
económico que tener un mayordomo». Los analistas piensan que ese es-
clavo bien podría expresar la vivencia del niño capturado en la relación
con una madre que no puede invertir su libido en un hombre. En una
segunda escena aparece un «viejo enano maldito», poderoso y tacaño,
sometido a su vez a un director de cine que lo hará estrella, exhibido y
admirado. El viejo enano maldito echa luego a un esclavo que, a pesar de
su condición, pide una indemnización, que su amo rehúsa darle. Él podría
protestar ante la ley, pero prefiere callar. La analista trata de apoyar la
idea del reclamo. Los colegas reflexionan acerca de la necesidad del niño
de sostener la imagen narcisista de los padres, cuyas grietas percibe y
padece, como también percibe su imposibilidad de enfrentarlas.
Nuestra analista en cuestión recuerda otros niños en consulta con el
mismo padecimiento: compulsados a festejar los chistes de sus padres,
alabando sus producciones, a veces denunciando y luego desmintiendo
lo denunciado. Ha observado el rostro aterrado de niños ante la reac-
ción violenta y amenazante de sus padres frente al hijo que señala la
grieta. Y la aparición allí del síntoma: el tartamudeo, el ataque de fatiga,
la encopresis, la inquietud psicomotriz. Aquella nena de siete años, cu-
yos padres habían emigrado a causa de su participación en una estafa,
huyendo de la justicia que, según decían, «estaba equivocada», en los
finales de la hora de juego familiar escribió en la hoja de su dibujo:
«Mentirosos, mentirosos». Pero luego no recordaba por qué lo había
puesto. Ella era la que cargaba con los penosos sentimientos de ver-
güenza de no poder ser tan perfecta como sus padres esperaban que
fuera, con el enorme esfuerzo que significaba vivir tratando de alcan-
zar lo imposible y en poco tiempo. (¡Grande Klein con la identificación
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proyectiva!) Y también aquel otro que dramatizó en su hora diagnóstica
los síntomas de la anorexia nerviosa de su madre, tenazmente ocultada
por esta.
Comentó a su colega, volviendo al paciente encoprético que renun-
cia al reclamo de su indemnización, la importancia para el niño de tener
un lugar donde un adulto calificado (por la sociedad y por sus padres)
avale su sentir y su derecho de hijo, aun en el caso de tener pocas espe-
ranzas de ser satisfecho. Esta no es la deuda al padre, sino la deuda del
padre. Aquí el hijo es acreedor y alguien reconoce su derecho a sentirlo.
Y si, como dice Piera Aulagnier, para que una historia infantil pueda ser
recordada (no olvidada sin retorno ni eternamente presente y repetida),
el niño debe encontrar a alguien con quien escribir su historia, esto es, al-
guien que califique y legalice su emoción, seremos entonces ese alguien
que contribuirá a que su pasado sea extenso en la memoria, como será
extensa la expectativa proyectada en el futuro. Tenemos el privilegio de
ver las historias en presente y hacer algo para que el futuro adolescente
no tenga un pasado vacío de recuerdos. Y para eso no basta con la inter-
pretación del inconsciente. El analista de niños habla, conversa, juega,
enseña, informa, normatiza, ayuda en la ejecución de una tarea, inter-
preta. Pero también avala.
Todas estas actividades del analista tienen que ver con el hecho de
que el paciente es un ser en crecimiento y con el rol de modelo y auxiliar
que puede tener todo adulto, inclusive y especialmente el analista (cali-
ficado y elegido por los padres del niño como alguien «conocedor de las
cosas que le pasan a la gente»). Siguiendo a Winnicott, podríamos decir
que el juego, la poesía, el soñar y el verdadero vivir señalan la existencia
de una persona que crea. Entonces, ayudamos a que surja el sentimiento
de existir. «El analista que no sabe jugar no está capacitado para la tarea
—dice Winnicott—. La verdadera interpretación es obra de la persona
del analista.» Pero, en verdad, en todas sus intervenciones el analista
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pone en juego su capacidad lúdica en el juego de descubrir la verdad,
que se podría llamar también la búsqueda del tesoro…, que es el otro.
El niño da señales ocultas, el analista descifra códigos secretos. Pero
este juego es en serio y este adulto calificado no puede escurrirle el bulto
a su responsabilidad. Viene a su memoria aquel latente psicótico que,
ante una interpretación de esas que comienzan con: «Vos sentís que tu
mamá…», etc., le dijo: «No, no es que yo sienta; ella es así. ¿No?». Y es-
tudiando el material de este paciente, con Marité Cena habían acordado
en la importancia que tenía decirle cuán acertado estaba en aquello que
había visto, pues la analista también lo había observado. Especialmente
en ese niño, que tergiversaba sus percepciones y las sacrificaba a los
requerimientos del narcisismo deficitario y desconocido de los padres.
Pero no solo este chico, que escondía la verdad en su delirio. Todos los
chicos que parecen estar dentro de aquel cuento de Andersen, El traje
del emperador:
Había una vez un emperador muy pendiente de la imagen que de él
tenían los demás; por eso daba a su vestimenta gran importancia. Un
día iba desnudo paseando sobre su caballo, entre el pueblo. Se decía
que llevaba un traje precioso que tenía la particularidad de no ser visto
por los tontos o por los que ocupaban un lugar que no se merecían.
Cada uno de sus súbditos veía su desnudez, pero callaba para no ser
calificado de deficiente o perder su puesto. Hasta que un niño, que veía
pasar al rey desde los brazos de su madre, a quien no le importaba
aquello de la estupidez o la inteligencia ni temía ser desalojado, gritó:
«¡El rey está desnudo!». Y recién entonces los demás pudieron unirse y
salir de la mentira impuesta…
... Solo que el niño de quien hablamos es hijo de los padres que, ante
sus ojos de niño que percibe las desnudeces y atraviesa los ocultamien-
tos, no pueden menos que mostrarse tal cual son, con sus heridas abier-
tas y su enorme temor a ser vistos y no consolados. Entonces, por amor y
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por temor, decide no ver. Y al ser desestimada o contrariada su capacidad
de percibir, se deslibidiniza su yo con todos los signos de la pérdida de
amor y confianza en sí mismo o las fatigas de tener que ser esclavo del
narcisismo herido del otro, que es, a su vez, su criador.
Desde que pudimos pensar en lo que nos pasó durante la dictadura,
sabemos del efecto mutilante del percepticidio. Entonces, no solo «el si-
lencio era salud», sino también la ceguera y la sordera. Uno podía ver y
escuchar, sí, pero sin otorgar el significado que lo visto y escuchado tenía.
Esto era así para sobrevivir. Lo mismo le pasa al niño cuando es hijo de
padres debilitados en sus sostenes narcisísticos básicos, para quienes el
dolor de enfrentarse con sus carencias, sutil o groseramente encubiertas,
tiene el carácter de lo insoportable. Solo que a esos padres es posible
amarlos y hasta llegar a perdonarlos, aunque durante toda la vida, y a pe-
sar suyo, no puedan cambiar.
Pero tiene que haber alguien que le diga al niño que es cierto lo que ve.
¿Acaso no le dice Dolto a Dominique cuando este le cuenta la invitación
de la madre a compartir su cama y su renuencia a obedecerla: «Eres tú el
que tiene la razón»? (Y le explica las circunstancias familiares en que se
desenvolvieron la infancia y la adolescencia de la madre.) ¿Y no le dice
Freud a Juanito, en la única entrevista que tuvo con él, que «no era verdad
que el padre tomase a mal el cariño que Juanito tenía por su mamá»? Y no
lo hizo así porque se ubicase en el lugar del supuesto saber, sino porque
conocía lo suficiente al padre de Juanito como para poder afirmar que sus
sentimientos cariñosos y paternales eran más fuertes que los supuestos
sentimientos de rivalidad o celos que también podía albergar. Y lo sabía
porque Freud era psicoanalista y de estas cosas entendía más que un ar-
quitecto o un fabricante de zapatos. Esto no quiere decir que tenía un saber
omnipotente: simplemente que asumía el saber que tenía, suficiente como
para opinar. Y seguramente esta opinión que vertió «aquel doctor» ante
quien lo llevó su papá para que lo curase de su miedo, conjuntamente con
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su explicación acerca de la universalidad del Edipo, fue muy importante
en el proceso de la cura. Porque queremos curar, ¿no?, y curamos con
todo lo que hacemos con el paciente, aunque no siempre interpretemos
en lo manifiesto, y en la medida que nuestro grado de salud sea suficien-
te y nos permita apartarnos lo menos posible de la ética psicoanalítica.
Aquella cuyo principal mandamiento nos indica resignar la omnipotencia
del narcisismo infantil y practicar la genitalidad que conduce al respeto
por el otro. Esta es una regla del juego y, si no la cumplimos, el juego es
imposible, porque hacemos trampa. (Mientras discurría sobre estos temas,
y al llegar al punto de la ética, pensó que algo de esto estaba surgiendo en
las reuniones del grupo de investigación sobre el tema que coordinaba y
que en realidad la autoría era compartida. Cuando hablase en el panel, iba
a decirlo.)
¡Es tarde!, debía apurarse para llegar a tiempo de escuchar la confe-
rencia prejornada que daba Oscar Sottolano. Y llegó. Estuvo muy inte-
resante. Y justamente Oscar trajo dos ejemplos clínicos de adolescentes
que consultaban traídos por sus padres. Uno de ellos, después de descri-
birle todas las cosas que hacía y le entusiasmaban, cosas que sus padres
no entendían porque seguían adheridos a los valores y supuestos de otra
época, le dijo: «Ellos dicen que estoy loco, pero yo creo que no. ¿A vos
qué te parece?». Y Oscar le contestó: «Me parece que no». «¡Ah! —se
dijo nuestra analista de marras—. ¡En eso precisamente estaba pensando!
¡Qué bien que le dijo “Me parece que no”!» Y le preguntó a Oscar (obvia-
mente para ver si pensaba como ella) por qué le había dicho eso, que ella
estaba totalmente de acuerdo, pero que años atrás un analista nunca hu-
biera dicho una cosa así. Oscar le contestó que él mantenía una conversa-
ción amable con el paciente, que estaba en contra de una postura rígida,
que siempre lo estuvo, aun cuando años atrás tuvo supervisores que le
indicaban lo contrario, como dejar al adolescente en silencio, por ejem-
plo. Pero ella se quedó pensando que él le había contestado explicitando
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su parecer porque era lo mejor que podía escuchar ese chico, que dudaba
acerca de la percepción y valoración que tenía de sí mismo, contrastada
con la de los adultos más significativos para él. Esto de tener que avalar su
propia visión es algo que les pasa a los chicos hoy. Y nosotros intentamos
operar sobre este psiquismo en formación, fortaleciendo las investiduras
narcisistas, que sabemos atacadas desde diversos ángulos, que incluyen
y exceden el ámbito familiar.
Pero se fue con sus pensamientos antes de que terminara la discusión
porque tenía que preparar algún material para el seminario que dictaba en
la Escuela sobre la obra de Melanie Klein. Comió rápidamente y se puso a
buscar entre su stock de recortes de diarios. El racismo a la europea, repro-
ducción de un artículo aparecido en un diario parisino. En el final, leyó: «El
odio, el desprecio y la violencia física ejercida contra el otro, simplemente
porque es diferente, constituyen una de las realidades más oscuras y coti-
dianas de Europa. La historia y los escalofriantes resultados electorales de
la extrema derecha están siempre allí para probarlo». «Este podría servir
para hablar de la identificación proyectiva», piensa. Lo negado de uno, lo
inaceptable, puesto en el diferente, al servicio de la salvaguarda narcisista
(o del poder, «que no es lo mismo, pero es igual», como dice la canción de
Silvio Rodríguez). También para hablar de la pulsión de muerte, que des-
truye los vínculos sociales y que se alimenta de la frustración.
Aquí hay otro sobre la rebelión de Chiapas y el chiste de Menem, que
dice: «Los zapatistas son los mismos que estuvieron en La Rioja, Santiago
y Jujuy». Puede servir para ejemplificar la relación entre la omnipotencia
y la negación.
A ver este… El título es Adolescentes y xenofobia. Dice así: «Una inves-
tigación en Alemania señala que 3 de cada 4 atentados contra extranjeros
fueron perpetrados por jóvenes menores de veinte años. El gobierno ale-
mán sostiene que los ataques racistas se basan en la creencia de que los
problemas de vivienda, desempleo, delincuencia o la drogadependencia
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tienen relación directa con la llegada de extranjeros, y propone algunas
líneas de acción: publicidad en defensa de los extranjeros en las casacas
de los equipos de fútbol, actos musicales, concentraciones populares y
un mayor esfuerzo en la educación de los niños y jóvenes con el fin de
despertar el interés por la historia reciente de Alemania en lo referente a
la República de Weimar, el Tercer Reich y el Holocausto, para explicar así
el trasfondo del desarrollo del ultraderechismo y nazismo».
«Este lo voy a reservar para cuando lleguemos a posición depresiva y
reparación», se dice. Por lo del «hacerse cargo», el «reconocimiento de la
responsabilidad», el retiro de las identificaciones proyectivas, y todo eso…
Y no es psicoanálisis aplicado estudiar Melanie Klein analizando recortes
periodísticos (como le dijo alguien una vez). Es psicoanálisis clínico, porque
ella cree que también desde el macrocontexto se estructura el psiquismo.
Pero, bueno, basta con eso. Separó los que había elegido, ordenó el
consultorio y se dispuso a esperar a los padres de la nena de ocho años
que habían consultado hace un mes con la intención expresa de que re-
cibiera un tratamiento por su grave descenso en el rendimiento escolar.
Hace un año y medio que venía viéndolos, a veces a los padres juntos
(a pesar de estar separados y él con una nueva pareja), otras agrupados
según convivencia, a veces a los chicos solos. En un principio, les preo-
cupaban los dolorosos efectos que pudiera tener la reciente separación
en los chicos. También los intensos celos de la nena. Recién después de
este tiempo, y como un dato casi carente de importancia, hablan de la
masturbación compulsiva y exhibicionista de la hija, que en realidad es
desde siempre y parece egosintónica con ellos. La analista recuerda los
secretos acerca de la sexualidad privada que cada uno contó del otro, en
entrevistas individuales, la historia de la infidelidad exhibida, los celos y el
sadismo (ellos también son padres de la época). Tal vez esté más cercano
el momento en que pueda empezar a adentrarse en estos puntos oscuros,
apoyándose en la relación de confianza que se construyó. A veces hay que
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esperar bastante para hacer un poco. Y si los puntos de resistencia de los
padres son muy fuertes, saber hacer como en el juego de la vida: si el juga-
dor que llega al último casillero está prácticamente perdido, puede optar
entre arriesgarlo todo al azar o bien retirarse con estilo, pero conservar lo
positivo del vínculo y quedar en disponibilidad para el futuro. Se pregunta
si podrá ayudar a su pequeña paciente a desparasitarse de la sexualidad
perversa de los padres, si logrará la niña rescatar su propia sexualidad
infantil.
Recuerda, a la sazón, que Marilú Pelento dijo en una charla que los pa-
dres que dicen a sus hijos: «Dejame estar a solas con mi mujer» tienen una
actitud exhibicionista que impide al niño crear sus propias teorías sexuales
infantiles. ¡Qué diría entonces de los padres que exhiben más o menos ve-
lada o abiertamente los preludios del coito o el coito mismo! O el triángulo
sexual, como en este caso. Asocia con el artículo de Bonnet Libertad sexual
o perversión, en el que postula la creatividad en el ejercicio de la sexualidad
en tanto esta sea propia y la pérdida de la libertad sexual en el hijo o el
joven por efecto de la exhibición de la sexualidad de los adultos. ¡En esta
época de sexo explícito en los televisores a la hora de la merienda!
Mientras tanto, ya bajó el sol. Se toma un cafecito y espera sus tres
últimas horas de trabajo. Va a ver a dos adolescentes: uno fácil y otra
difícil. Y, por último, a esa mujer de cincuenta años que destila amargura
y desprecio y que muchas veces le hace decirse a sí misma: «¡Qué profe-
sión insalubre la mía!».
La adolescente, de dieciocho años, se queja de sentir «una muralla
entre ella y las cosas». Estudia bien, es muy buena amiga y excelente hija.
Pero nada la entusiasma. Habla como una mujer de cuarenta años, utiliza
términos propios de otra época: «cuando entre a casa…, es muy caballe-
ro…, correcto…». Luego, menciona una conversación que mantuvo una
vez con la hermana que le sigue acerca de la lejanía de la mamá. Siempre
tan ocupada. No recordaban haber ido al médico alguna vez con ella o
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salido de compras juntas. Es la paciente la que se preocupa y ocupa de
sus hermanos. «¿Será para evitar sufrir que no siento?», se pregunta.
La analista se imagina a una niña pequeña que busca la mirada de la
madre y encuentra que esta se dirige a otros que le dan algo que la pe-
queña no puede darle. La que no siente para evitar el sufrimiento ¿es la
madre o la hija? Las dos, seguramente. Y si ella ocupa el lugar de la ma-
dre, ¿dónde está ella y dónde estuvo cuando sentía la ausencia? Ella dice
que ya lo aceptó, que es así y ya no le hace mal. Pero ¿cómo recuperar el
sentimiento de existencia? ¿Dónde guarda la emoción que no encontró
otro que la percibiera? Y si la falla de ese otro que debía haber significado
la emoción del niño es del orden de lo traumático, ¿qué destino sigue la
pulsión de muerte desligada? ¿Cae sobre el yo, desnarcisizándolo? ¿Se
liga en el super o el ideal, tanatizándolos?
La madre evita el encuentro con los hijos porque la enfrentaría con su
imposibilidad de donar la libido que no tiene para sí misma. «¡Qué lejos
estábamos hace veinte años —piensa la analista— de imaginarnos que
por los años noventa existirían en Buenos Aires lugares donde las madres
de bebés van para que les enseñen a jugar con sus pequeños hijos! ¿Qué
fue de la espontaneidad, del espíritu juguetón que naturalmente despierta
la cría?»
¡Cuán saludable le parece el adolescente que consultó mandado por
sus padres, angustiados por el cambio de carrera que decidió el hijo des-
pués de haber aprobado el primer año de Ingenieria de Sistemas! «De
pronto me di cuenta de que podía estar gran parte de mi vida delante
de una máquina —dijo—. No quiero: necesito gente.» Ya tenemos varias
generaciones hijas de la televisión, ese ojo ciego que exhibe falsas vidas
ajenas y miradas encerradas en sí mismas…
Y mientras se entretiene con estas reflexiones y habiendo terminado
su jornada de trabajo, se dispone a organizar la cena (¡hoy faltó otra vez
la empleada por problemas de transporte!). Prende la radio. Un locutor
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dice algo que no escucha bien, enfrascada como está en sus pensamien-
tos acerca de los problemas domésticos y el psicoanálisis. Le pareció
entender algo así como «la agonía de la razón». Le viene a la memoria
un escrito de Arthur Miller en el que hablaba del derrumbe de la razón
o de la racionalidad, ante los ojos de quien ve un mundo en el que nun-
ca, como ahora, la mayor cantidad de riqueza se reparte entre la menor
cantidad de gente. Recuerda también haber leído que la diferencia entre
los que tienen más y los que tienen menos, en el planeta, es de setenta a
uno, según una investigadora del Instituto Transnacional de Ámsterdam.
La imagen del planeta, decía la autora, ya no es la de un pastel corta-
do en dos mitades, norte y sur, sino la de una pirámide en cuya cima se
ubica una pequeña superelite transnacional, en el medio una clase media
con trabajo más o menos permanente y en la base una enorme masa para
la que el sistema no tiene planes ni proyectos. Se equipara el ya antiguo
concepto de progreso con el de crecimiento, siguiendo las leyes del «ajuste
estructural» y adheridos a un personaje mítico y supuestamente benéfi-
co, llamado Mercado, que solo lleva al bienestar de las elites y devasta el
planeta, llenándolo de desperdicios o destruyendo los sistemas ecológi-
cos protectores, lo que a su vez debilita las capacidades inmunológicas
humanas. La posibilidad del incremento y centralización del poder en
organismos antidemocráticos es la más grave perspectiva. La más desea-
ble, pero menos posible, según esta investigadora, es la revisión por el
mundo rico de sus sistemas de enriquecimiento, que lleve la mira hacia la
solidaridad con la mayoría.
Es cierto, pero, sin embargo, piensa nuestra analista, tampoco nunca
como ahora se tuvo tanta conciencia de los genocidios y, junto a una
fracción del mundo indiferente o perversa, hay otra horrorizada y activa.
Que haya sucedido el Holocausto tiene un efecto sísmico en el pen-
samiento del hombre y en su actitud ante la vida. Es la primera vez, dice
D. Sperling, que el hombre tiene conciencia de la destrucción planificada
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Un día en la vida de una psicoanalista de niños y adolescentes.
Buenos Aires, 1994
de millones de semejantes. La palabra genocidio se acuñó en una pro-
puesta de Lemkin ante las Naciones Unidas, en 1946. Y es en 1948 que
los Derechos Humanos se declaran universales. El genocidio perpetrado
durante la segunda guerra mundial hace posible la conciencia de genoci-
dios anteriores. Y a la vez que lo enfrenta con la realidad de su crueldad y
el horror, le impone la visión del otro, de cuya vida es responsable. Surgen
los derechos del niño, de la mujer, del diferente.
La pura razón se enloqueció, la ciencia sin hombre lleva a la muerte.
Es en el humanismo sin omnipotencias que se reencuentra la vida. Hoy
las gentes buscan a tontas y a locas reencontrarse con lo vital. Terapias
alternativas, técnicas corporales pretendidamente psicoterapéuticas y, a
veces, masturbatorias, magia, técnicas de ensimismamiento y autosufi-
ciencia. La omnipotencia en el retorno de lo reprimido. Pero la búsqueda,
al fin, irá despojándose de la banalidad sentimentaloide, para acercarse
más a la auténtica consideración del otro. O el hombre busca en sí mismo
su capacidad para amar (que, junto con el narcisismo, recibió en herencia
filogenética) o destruye su naturaleza. Y en esto apostamos a Eros.
Después de cenar, se dice, va a releer alguna página de Buber.
Especialmente aquella que dice: «El otro se torna Tú cuando se vuelve
real a mis ojos, liberado, único, cuando lo veo cara a cara». «De una mane-
ra maravillosa surge de vez en cuando una presencia exclusiva. Entonces
puedo ayudar, curar, educar, elevar, liberar. El amor es la responsabilidad
de un Yo por un Tú, al volverme Yo digo Tú. Toda vida verdadera es
encuentro
¡Qué bárbaro Buber! Cuando escriba para la jornada va a terminar
citándolo. Y también va a decir que es un privilegio ser psicoanalista, por-
que convoca la doble presencia del encuentro. Y cuando el es un ser en
crecimiento, yo y construyen los cimientos de la creatividad.
Equinoccio. Revista de psicoterapia psicoanalítica - Tomo , N.
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