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Malestar en la(s) infancia(s)
los encuentros, aquello que pone en juego los cuerpos en un espacio
compartido. La alegría del entre-nos, la alegría de darle un susto al mie-
do al contacto.
La reducción de la vida al espacio privado con gran relevancia de lo
íntimo, mientras lo público está acotado, el acuñar nuevos lenguajes que
por momentos generaban dudas sobre su eficacia (cuarentenar, hisopar,
confinar), el uso de tecnologías nuevas en la vestimenta (barbijo, tapa-
bocas, guantes de látex), son formas que exigen gran esfuerzo psíquico.
Mantener la distancia física, pero no la social, es el gran desafío.
Ambientes privados fértiles para el recrudecimiento de las locuras
internas, pero también para el aprendizaje, en la mutualidad, de otros
modos de convivencia. Mantener la calma, la cordura, los principios y los
cuidados está siendo la mayor de todas las exigencias; para no decaer,
para no sucumbir, sobre todo porque nadie tiene idea de cuánto tiempo
va a ser necesario sostener esto. Vivimos, ensayamos, cambiamos, volvi-
mos a probar mientras seguimos viviendo.
Los psicoterapeutas no quedamos por fuera de tales desafíos, sacu-
didos de nuestros lugares cómodos en la intimidad del consultorio: im-
provisamos, inventamos, probamos, desechamos formas de intervención
que nos impidieran mantener intacto nuestro oficio. O al menos eso nos
creemos. Los pacientes…, mejor de lo que pensamos.
Los niños y las niñas se acomodaron más fácilmente de lo que tu-
vimos que acomodar nuestro cuerpo inmóvil frente a las pantallas. Nos
metimos en sus casas, conocimos a las mascotas, los dormitorios, sus
juguetes, la cocina familiar, tratando de sostener al máximo el espacio
incontaminado de la sesión. Aprendimos mucho, escuchamos y vimos
mucho más, ellos nos orientaron por dónde seguir. «¿Tenés por ahí una
tijera y un papel?», «¿Podrás hacer un dibujo?», preguntaron…, como
si pedir algo más, bajo estas circunstancias del encuentro, fuera una
irreverencia.